Las redes silenciosas

Hablo con los muertos todos los días.

Hay tantos. Tengo 394 contactos en Facebook y están todos muertos. La última en irse fue Sofía, una amiga del instituto. Ya no recuerdo la última vez que nos vimos en persona. Hay una invitación suya de Candy Crush que descansa desde hace cuarenta y siete años en mi bandeja de entrada, pero no la he abierto; es lo único «vivo» que me queda de ella. Eso y las actualizaciones automáticas de su noticiero digital, que nunca se desactivó y sigue publicando listas idiotas cada viernes. Quién hubiera dicho que BuzzFeed nos sobreviviría. «27 razones para leer artículos hechos por algoritmos cuánticos». Mierda…

Me cuesta dejar este lugar, este cementerio social. Hay tantos recuerdos aquí. Han pasado tantas cosas. Un día me puse a mirar actualizaciones pasadas y solo conseguí llegar hasta 2052; el navegador se cerró de repente al cambiar de año. De haber habido alguien en mi casa, no habría visto otra cosa que mis dedos artríticos acariciando el aire encima del holopad durante horas, y mis ojos húmedos mientras contemplaban fotos antiguas. Hay diez petabytes de mi vida almacenados en esta cuenta. Lo sé porque intenté descargarlos, pero no tenía donde guardar el fichero .ME. Los últimos discos duros dejaron de fabricarse en 2025.

Los muertos, decía. De vez en cuando abro un chat y les pregunto cómo están. O comparto con ellos un enlace gracioso. Cuando entro en Oculus Life, sus avatares me miran con serenidad, pero no se mueven. Tan solo sonríen y asienten, como si estuvieran en una suerte de Paradise as a Service. Entonces los tomo en brazos y los llevo a dar vueltas por Italia, que ya no existe, pero que los de Musk Industries recrearon tan bien que incluso puedo sentarme en el jardín de la casa de mis abuelos. Y hablamos. Bueno, hablo yo, porque ellos no pueden. Les cuento banalidades. Les confieso secretos. Su reacción es siempre la misma. Pero es mejor que salir de casa con la aerosilla y atravesar calles desiertas.

Sabía que todo esto pasaría, que me quedaría solo. Cuando apagué ochenta velas, decidí dejar de leer las notificaciones, en parte porque los iconos con una bandera roja me hacen pensar que mis amigos todavía están aquí, y en parte para no enterarme de qué perfiles iban convirtiéndose en póstumos. No hay jóvenes aquí porque no hay jóvenes fuera. Se han ido todos. La red solo la usamos los viejos, los vehículos y las inteligencias artificiales, como Aldo, mi cartero físico, el único ser que me obliga a usar las cuerdas vocales en estos días. Al igual que mi nevera, también Aldo tiene perfil en Facebook. Me felicita cada cumpleaños y juega conmigo al No Man’s Land y al Doom 9. Me deja ganar, el muy cabrón.

Bueno, voy al grano.

Este mensaje es para ti, arqueólogo digital. Sé que no se lleva esto de dejar datos en herencia a las universidades, pero una vez fui investigador y sé lo difícil que es acceder a urnas de memoria con acceso genético. Cuando el sensor del iHeart deje de registrar mis latidos y me declare desconectado, tendrás 72 horas para reclamar mi clave personal y descargar los datos. Creo que serán útiles. No tengo hijos y prefiero formar parte de OpenHistory que engrosar las filas de los sepulcros monetizados o de las librerías de personajes creíbles de GTA. Eso sí, quiero pedirte un favor: antes de volcar mi vida, deja algunas reacciones en mi perfil. Quiero saber si me llegarán las notificaciones al otro lado.