Bicing

Ahí están las bicicletas, plácidamente ancladas. Son nueve. Son todas diferentes. Todas tienen algún defecto. Unas tienen el sillín bajado. Otras lo llevan tan alto que imagino la altura de quién las usó por última vez. Una tiene el sillín girado, lo que quizá sea alguna clase de código secreto. Llego al poste y aplasto la tarjeta contra el sensor, esperando que la pantalla azul pase a verde. El número que aparece es 33. ¿Es el sistema de asignación de bicicletas realmente aleatorio o tiende a castigar a los usuarios obligándoles a desandar todo su camino?  Voy hacia la número 33. Las otras me dan la espalda, desconsoladas. Otra vez será. La 33 me saluda con el parpadeo de su piloto de anclaje. Verde, verde, verde. Será mejor que la saque antes de que el sistema piense que la he abandonado. Aquí está. Parece sólida. El sillín está a una altura casi adecuada. Lo ajusto. La palanca que libera el tubo es dura. Levantarla es como armar una enorme granada de fragmentación o abrir una ventana vieja. El tubo no cede, está oxidado. Doy unos golpes. Solo espero que el sillín no se derrumbe bajo mi culo. Llegar al trabajo como si cabalgara una BMX sería divertido. Agarro los manillares y noto que van desparejados como mis calcetines. Pruebo los frenos. El delantero responde con vigor. El trasero está flojo. Una de cal… Sé que al frenar mi bicicleta soltará un quejido estridente, de esos que asustan a las viejas. Falta por mirar el cambio de marchas. Está intacto y es del nuevo tipo. Pone Shimano. Japonés. Fiable. No veas cómo lo han aporreado y rayado. Solo tiene tres marchas. La primera es demasiado ligera para casi todo. La tercera solo vale para cuestas hacia abajo suaves. La segunda es inútil. Empiezo por ella. Recorro cien metros. Llega el momento de pasar a la tercera, pero entonces descubro que esta bicicleta es de las que tienen el cambio jodido. Es poner la tercera y notar como algo se encasquilla y cede entre los pedales. Una cadena, un resorte, algo. Estoy ya demasiado lejos de la parada. La bici avanza. Me resigno. He descubierto que si aprieto fuerte el manillar hacia afuera, como si hubiese una cuarta marcha, la tercera se mantiene. Sobre la maneta derecha solo puedo hacer presión con dos dedos. Llego al primer semáforo y freno. El chirrido es sobrenatural. Miro a mi alrededor. Al otro lado de la calle hay una ciclista que va en dirección contraria. Yo también lo hacía, antes: ir en dirección contraria. No hay mucha elección. Las indicaciones están desdibujadas y la pendiente favorece a quienes van en sentido contrario. La mayoría sabemos que nos equivocamos. La mayoría se desvía al cruzarse con alguien que pedalea en el sentido correcto. Sin embargo, los hay que piensan estar en lo justo y no ceden el paso. Para ellos, ninguna piedad. Tolerancia cero. Despectivos timbrazos, rigurosamente propinados no antes, sino justo en el momento en que se cruzan las trayectorias. Una zancadilla acústica. Recuerdo que al principio quería colgar un cartel en el manillar para indicar a los infractores su error. Hubiese sido demasiado pasivo-agresivo. Además, ¿quién lo hubiera entendido? No, no. Lo mejor es tener paciencia. Y dar timbrazos. Dar timbrazos con el culo ligeramente levantado, porque el sillín está cediendo. Apretando fuerte el manillar derecho, porque el cambio está roto. Teniendo cuidado con los frenos, no vaya a ser que alguien se asuste con los chirridos. Y ojo con el manillar, que está que podría quebrarse. Pero qué bonitos los plataneros en esta época del año.

Mierda, un peatón.