Excentricidad

El Imperio Romano me mira desde lo alto: está colgado de la pared, encima del sofá sobre el que me he tumbado para descansar. Como en tantas otras ocasiones, mis ojos exploran esos confines con delicadeza y admiración. Empiezo el recorrido desde la Mauretania Tingitana y termino en el reino vasallo de Albania, a orillas del Caspio, saltando desde un fin del mundo a otro. Durante el camino, me recreo en la vastedad de esas tierras, que imagino salvajes o cultivadas, desiertas o estrelladas de ciudades pequeñas. Las ricas provincias senatoriales nunca me han llamado la atención; sólo las fronteras despiertan mi interés. ¿Dónde acababa realmente el Imperio? ¿Por qué se difumina el limes cuando se mezcla con el desierto? ¿Qué sintieron los pocos legionarios acuartelados en las fortalezas costeras de la Cólquida, a pocas millas del Cáucaso y las estepas escitas?

Me pregunto por qué mi sueños derivan con tanta frecuencia hacia los bordes. No ocurre sólo con los mapas: pasa también con las ciudades, de las cuales visito con ahínco la periferia; con las bibliotecas, entre cuyas estanterías -las más remotas y silenciosas- adoro perderme; y con las personas, que deseo extrañas y solitarias.

No me busquéis en la comodidad fetal de los centros. Es más fácil encontrarme aplastado contra los bordes cóncavos de las realidad, con la mirada puesta en el otro lado y las manos en busca de grietas y asideros.