Estanterías

Hay algo en las librerías que me abruma. En las bibliotecas, en los museos, en las aglomeraciones de cultura, en todos aquellos lugares en los que los deseos de inmortalidad de cerebros vivos y muertos luchan para hundirse en mis sentidos.

¿Cuál de esas obras merece mi atención? Cubiertas agresivas, títulos a veces irónicos, a veces insípidos, apellidos ilustres, caras pensativas, ediciones económicas. Alguien dijo “industria”, y yo, al ver cómo los clientes hacen cola para llevarse a casa un poco de trabajo intelectual, acepto esa definición. Cultos, sí, pero consumidores.

Rebeldes míos, apátridas superficiales, hijos de letras muy putas: no entiendo cómo podéis aceptar tanta banalidad. Ahí estáis, apiñados: King junto a Koontz, Pahmuk y Pahlaniuk besándose, Lacan tocándole el culo a Lacoste. Todos en línea, esperando a que algún incauto os tome entre las manos, os abra y se enamore de un renglón.

Los libros como tumbas de papel, largos e intricados epitafios. No, no, así no es como me gustaría sobrevivir. Un libro que vale la pena es un pájaro esquivo, de plumaje cenizo, poco llamativo. Un tomo escondido, remoto, de los que cogen polvo y suspiros. Repletos de marcas, anotaciones, manchas, lágrimas. Libros vividos y vivos.