Diálogo con la almohada

A eso de las nueve menos cuarto, cuando uno vuelve a dormir después de los primeros despertares automáticos, me hallaba sumergido en el sueño más placentero, ese estado de penumbra mental que permite disfrutar del momento en su plenitud: la calidez de las sábanas limpias, el colchón amoldado alrededor del cuerpo, la temperatura constante, el estruendo de la ciudad paseando delante de mis oídos, la vejiga sugiriendo que ya era hora de cambiar el agua a las aceitunas, el estómago rugiendo, la erección matutina, y otras cosas que hace el cuerpo para arrancar en frío.

Fue en ese instante que mi despertador alemán, diligente, encendió la radio en la sintonía de Radio Clásica. Me llegaron las notas perplejas de instrumentos de cuerda, lentas en su proceder, como si la orquesta se hubiese dormido en su sitio y se hubiera reanimado tañendo violines y demás trozos de madera. Alguna obertura de algún compositor muerto en edad temprana. Muy apropiado. Dejé que los sonidos se estiraran medio minuto más y acaricié el Grundig en busca del botón de apagado, que aporreé sin gracia. Volví a hundirme en la cama con los ojos cerrados, abrazando la almohada. No quería nacer aún. No un lunes por la mañana, desde luego.

– Levántate y camina, Lázaro -, me dijo la almohada.

– Hhrrmfmfpg -, contesté.

La almohada, como era de esperar, siguió en su sitio. Tener la movilidad de un pato muerto hace que las almohadas desarrollen una personalidad cínica y una lengua afilada.

– Venga, afronta el nuevo día. Carpe diem, mamón.

– Estoy cansadísimo. Hecho polvo. ¿Es que no lo ves? -, le pregunté abriendo un ojo irritado.

– Entonces es un buen momento para soltártelo.

– ¿El qué?

– Te dejo -, comentó somera y algo indignada.

Esas palabras me despertaron del todo. Apoyé el codo al colchón y me incorporé a medias, mirándola. La huella de mi cabeza seguía allí, como un cráter de franela.

– ¿Por qué? -, pregunté. Mi voz sonaba pastosa. Los ojos, llenos de legañas.

– Estoy harta de que me abraces, estrujes, aplastes y me sueltes tus babitas cada noche. Se acabó. Búscate a otra. Una de esas furcias jóvenes de látex. Esas anatómicas, con curvas.

– Pero…

Si la almohada hubiera podido cruzarse de brazos, lo habría hecho. Se limitó a seguir inmóvil, impertérrita. No esperaba tamaña reacción. Mi fiel compañera iba a dejarme en la estacada, a abandonarme para siempre, como un fiambre en la cuneta de una carretera rural.

Reaccioné con el mayor dramatismo posible: bostezando y volviendo a dormir.