Los genes de la locura


Imagen de Steven de Belle; las bolitas son genes.

Como muchas enfermedades comunes, las psicopatologías tienen un componente genético, además de uno ambiental. Por la obscura palabra de psicopatología me refiero a la conducta anormal, que crea malestar en el individuo y en la sociedad; por ejemplo la esquizofrenia, el trastorno por déficit de atención con hiperactividad, el trastorno bipolar, la depresión, etcétera.

Las interacciones entre organismo y ambiente son muchas y complejas. La neurociencia cognitiva postula que lo que llamamos “mente” es un producto de la arquitectura cerebral (aquí hay varios sabores de monismo, pero ya tocaré este tema en otro momento). Baste saber que el cerebro “produce” lo que llamamos mente (y por ende la consciencia, los procesos psicológicos básicos, etcétera). El desarrollo del cerebro, a su vez, no sólo está determinado por factores ambientales, como la alimentación o la educación, sino también por la programación contenida en el genotipo de cada uno de nosotros. Hay genes que regulan, por ejemplo, el número y tipo de receptores neuronales, la cantidad de neurotransmisores, o el desarrollo mismo de la neurona.

La neurogenética no es tan sencilla como cruzar guisantes. Determinados neuromoduladores de acción metabotrópica pueden afectar la transcripción genética, alterando a largo plazo incluso la estructura celular. Esto viene a significar que el ambiente puede afectar, indirectamente, incluso la expresión genética de determinadas características neuronales. Figuras eminentes, como Eric Kandel (premio Nobel en el 2000), han relacionado estos mecanismos con procesos tan fundamentales como el aprendizaje.

El paso a la aplicación de estas ideas en psiquiatría es muy breve. Si la genética determina todos los aspectos del funcionamiento cerebral normal, entonces el funcionamiento anormal debe ser también producto de la expresión de determinados genes. 

Síndromes como el de Down, o la Corea de Huntington que tienen una causa genética evidente, monogénica, son sencillos de identificar: una sola anomalía o una sola variante de un gen pueden desencadenar el trastorno (la trisomía 21 en el caso del Síndrome de Down, y el gen HD del cromosoma 4 en el segundo). El problema surge cuando nos percatamos de que la mayoría de enfermedades comunes, desde la diabetes hasta la depresión, son poligénicas, esto es, se ven afectadas en gravedad —se expresan de forma más o menos contundente— dependiendo del patrón de alelos presentes a lo largo de todo el genoma. Buscar estos alelos a lo largo de millones de pares de bases no es una tarea fácil. Si a esto añadimos que existen regiones reguladoras, interacciones no mendelianas como la epistasis y la pleiotropía, e interacciones genes-ambiente, la empresa adquiere tintes problemáticos. 

¿Quién se encarga de este marrón? La genética de la conducta.
La genética de la conducta es la disciplina que se encarga de estudiar las relaciones entre la genética humana y el comportamiento —especialmente en su vertiente anormal—. Los orígenes de la genética de la conducta se remontan a los trabajos de Francis Galton y la resultante doctrina eugenética. La constatación intuitiva de que hay trastornos mentales que se heredan en familias sirvió de punto de partida para seguir explorando la idea de que la psicopatología tiene una base genética, y la búsqueda se ha adaptado a los tiempos. Si antes se utilizaban árboles de pedigrí y estudios de gemelos mono y dizigóticos para calcular la heredabilidad (esto es, la cantidad de varianza fenotípica dependiente de genética), la llegada de la genética molecular supuso una excitante época de aplicaciones apresuradas. Técnicas como el linkage o la asociación se han empleado con éxito escaso en la búsqueda de QTLs (locis de genes cuantitativos) de trastornos psicológicos. Mientras la primera utiliza marcadores moleculares a lo largo de árboles familiares, la segunda emplea grupos clínicos vs. grupos control con genes candidatos (esto es, genes de los que se sospecha su implicación en la etiología o endofenotipo del trastorno). La primera tiene serias desventajas, como la escasa resolución (a más resolución, menos distancia genética entre marcadores y más pequeño el trozo cromosómico identificado), pero no requiere una hipótesis previa. Por otro lado, los estudios de asociación, con más resolución, requieren elegir genes candidatos. En el caso de la hiperactividad, al comprobar cómo las anfetaminas moderaban los síntomas, se han escogido varios genes encargados de controlar el comportamiento de los receptores de dopamina. Para facilitar la búsqueda, se ha inventado un constructo especial, el endofenotipo, un fenotipo de transición entre el distal – el propiamente visible en la conducta, y los genes. Volveré a ello después.

Existe también una nueva y excitante técnica desde hace unos pocos años, llamada Whole Genome Association, que consiste en la aplicación del paradigma de asociación a todo el genoma, sin hipótesis acerca de genes candidatos. Es lo más parecido a echar una red de pesca en el mar del genoma; el problema es la estrechez de la red (la resolución que decíamos antes), y otros factores. En este caso los peces son los genes implicados, y los puntos de la red son marcadores genéticos, secuencias de ADN fácilmente identificables como los SNP o los SSR. Al comparar grupos, por ejemplo en los estudios de asociación, se puede comprobar si determinados marcadores se presentan o no en el genoma de personas afectadas por enfermedades poligénicas, y hallar de esa forma genes implicados en los alrededores. En el caso de los estudios WGA pueden llegar a usarse hasta un millón de marcadores mediante una poderosa herramienta, los chips de ADN o microarrays, pequeñas placas de silicio a las que están unidos millones de oligonucleotidos sintéticos. Proporcionando ADN debidamente preparado, los probes “capturan” los segmentos compatibles como si fueran una lámina de velcro. Al procesar el chip con máquinas especiales, sale una preciosa matriz (array), que muestra el perfil de los genes cubiertos por los SNPs detectados. Esta matriz puede analizarse mediante una plétora de técnicas estadísticas. No es tan sencillo como elegir las lucecitas que se han iluminado. 

Ahora bien, ¿es suficiente utilizar estas técnicas punteras para dar con los genes responsables de las psicopatologías? La respuesta es un rotundo NO. El problema más fundamental tiene que ver con el fenotipo. En psiquiatría se usan clasificaciones categóricas, no del todo compatibles con las clasificaciones dimensionales de la psicología, y esta concepción nosológica del todo-o-nada se casa muy mal con la genética cuantitativa de los rasgos anormales, que varían a lo largo de un contínuo. Este mismo contínuo, con todo, es presa facilísima de sesgos culturales enormes. ¿Es lo mismo identificar el fenotipo de la psoriasis y el de la esquizofrenia? Para nada. Es un problema de validez de constructo. Mientras las patologías no psicológicas pueden identificarse con bastante facilidad, no ocurre lo mismo con las psicopatologías, donde el acuerdo acerca de los rasgos definitorios es, en el mejor de los casos, difuso.

No están sólo los fenómenos no-mendelianos (interacciones entre genes) para poner trabas: la interacción de los genes con el ambiente está ahí para hundir en la miseria a cualquier investigación de genética de la conducta, tenga tufillo eugenético o no. Se insiste en la importancia de utilizar variables ambientales, pero nadie consigue sacar algo útil de la madeja teórica existente. La heterogeneidad etiológica —el rango de causas— de los trastornos mentales es mucho más abrumadora que la de enfermedades comunes como la diabetes. ¿Es por eso que casi ningún estudio molecular ha conseguido replicarse? Se comprueba que existe una moderada heredabilidad, cierto, pero la búsqueda de los genes implicados no ha conseguido arañar más que un pequeño porcentaje de la varianza, con genes de efecto modestísimo y de papel a menudo controvertido.

Volviendo a la metáfora de los estudios whole-genome como batidas de pesca: el problema de la genética de la conducta es que, o bien está pescando a profundidades equivocadas, o bien está pescando plancton con una red para atunes. Los trastornos monogénicos con genes de efecto poderosísimo son como grandes tiburones. Pero de los trastornos mentales, determinados por la interacción de muchos genes de pequeño efecto en interacción con el ambiente, no conocemos la morfología: sólos sabemos que no son visibles en el gran océano genético, pero que están allí (nos los dice la heredabilidad). El uso mismo de los endofenotipos , si bien resulta interesante, tampoco parece ayudar: hay demasiados sistemas en juego. Si ya es arriesgado relacionar una manifestación mental con un modelo simplificado de comportamiento neuroquímico, imaginad lo que supone encadenar ambos a un tercer paso genético. En el camino vamos perdiendo las piezas de la realidad, y los estudios van pareciéndose a entretenidos juegos estadísticos donde la significación vale más que el tamaño del efecto (si lo que uno pretende es publicar). Es como si se quisiera hacer ciencia con demasiada prisa y bombo. Lo que sale no es ciencia de calidad, por desgracia, y es posible que este juego no dure ad infinitum. En mi humilde opinión, el primer paso consiste en establecer fenotipos sólidos, con todo lo que eso conlleva: importancia del ambiente, estudio a fondo de los correlatos neuronales, establecimiento de criterios cuantitativos, etcétera.

No se puede buscar algo que no se puede nombrar. Así de simple.

Más información:

• Referencias (unas ochenta referencias selectas sobre genética de la conducta y metodología de estudios)