Balas

El cadáver del guardia de seguridad yacía boca arriba. La mitad de su camisa caqui, a la altura del corazón, se había teñido de rojo pardo. Tenía todavía los ojos abiertos, y la expresión estúpida de los asesinados. Una de las dependientas se arremangó y empezó a arrastrar el cadáver lejos de la línea de cajas, dejando una líquida senda rubí en el suelo cerámico.

– Cosas así interrumpen el flujo de clientes. La próxima vez que tenga que disparar una bala, hágalo bien lejos de las cajas, ¿vale? – dijo entre bufidos de esfuerzo.

El hombre al que la cajera estaba dirigiendo sus observaciones se hallaba inmóvil, de pie. En su mano izquierda, la pistola, aún humeante. Los clientes le dirigían una mirada atenta: al comprobar que el seguro refractario estaba en ámbar siguieron normalmente con sus compras. No suponía una amenaza inmediata; no en las próximas 24 horas.

Una discreta sirena anunció la llegada de la policía y de los basureros. Los primeros iban vestidos de blanco, y los segundos de negro. Uno de los policías, alto y de mirada severa, se acercó al hombre enseñando su identificación. Tenía, colgando de la cintura, un supresor especial de radiofrecuencias: nadie podía usar armas en un radio de 150 metros.

– Hola. Soy el agente Tibbs.

– Hola – contestó secamente el hombre.

– ¿Puede pasarme su pistola, por favor?

El hombre titubeó, tal y como habría hecho cualquier hijo de vecino: desprenderse de la propia pistola era un acto atrevido. Uno se sentía desnudo sin ella. Desde que el gobierno entregaba una al cumplir la mayoría de edad, llevarla pegada al cuerpo las 24 horas era lo más habitual. Suspirando, miró otra vez el arma y se la dio.

– Buen chico – dijo Tibbs, dedicándole una sonrisa profesional.

Cada pistola podía activarse únicamente con la huella dactilar del dueño, pero las autoridades disponían de una llave universal. Y también de munición ilimitada, claro. Una vez abierta la pistola, Tibbs observó rápidamente el cargador.

– Ésta era su tercera bala, señor – dijo, indicando con un gesto de la cabeza al fiambre cercano.

– Sí, en efecto.

Un ruido de desaprobación se oyó entre los clientes. Tan joven y ya está en su tercera bala, murmuró una anciana de mirada venenosa. Malgastar balas, el peor pecado que podía cometer un ciudadano. Uno las podía recuperar trabajando como voluntario en las parroquias de la Iglesia del Cristo Armado, sí, pero se trataba de una vida austera y durísima. Lo mejor, como siempre, era ahorrar.

– Oiga, ¿podríamos acelerar el proceso? Me gustaría terminar la compra e irme a casa – dijo el recién estrenado tercerbalista. Un niño pasó de cerca apuntándole con una pistola de plástico y haciendo bum bum con los labios. Crío adorable. Los niños tenían inmunidad.

– Está bien, pero primero tengo que hacerle las preguntas de rutina – dijo Tibbs con una nota de autoridad en su voz.

El otro se mesó el pelo con resignación.

– Adelante.

– Son sólo preguntas con fines estadísticos, ya lo sabe. Dígame, ¿conocía a la víctima?

– No.

– ¿Tenía algún motivo en concreto para dispararle una bala legal?

– Me ofendió.

Tibbs levantó la mirada de su libreta.

– ¿Podría ser más específico? Ya que ha gastado una bala podría esforzarse un poco más.

– Es por el bolso. No quería dejarme entrar con el bolso. “¿Me ve cara de ladrón?”, le dije. Estaba furioso. Saqué la pistola y le apunté directo al corazón. ¿Le basta? – preguntó el hombre, ruborizado por el recuerdo del reciente brote de ira.

– Sí. Firme esto, por favor. Le llegará una copia dentro de una semana – contestó el agente, irritado.

Había muchas razones para esa irritación.

Una de ellas era la futilidad del disparo. Un ciudadano disponía únicamente de seis balas. No había recarga posible. La pistola explotaba ante cualquier intento de modificación. Gastar una bala para algo tan efímero como la ira era poco elegante. Carente de auto-control. Incivilizado. Quedarse sin balas era sinónimo de ser un proscrito. Un fracasado. Alguien que no le había dado a la sexta bala su uso habitual, su uso personal, era alguien destinado a morir a manos de otros, sin poder defenderse y sin poder elegir.

La ira podía desencadenar una serie poco práctica de venganzas. La Muerte Justa: ésa sí es aceptable, pensó Tibbs. Ésa sí podía contribuir a engrasar los mecanismos sociales. Una Muerte Justa era lo que la Segunda Enmienda definía como “el supremo acto de control democrático ejercido por el ciudadano”. Así había sido siempre. Así funcionaba la Justicia.

Se metió las manos en los bolsillos mientras el hombre firmaba y se iba. Los basureros, impecables, recogieron el cuerpo, lo metieron en un saco negro y se lo llevaron. Al cabo de cinco minutos lo habían limpiado todo, como si nada hubiese ocurrido.

Lo cierto es que la sangre siempre molestaba al cliente.