Navidades con Nietzsche

No sé por qué invitamos a nuestra humilde morada, en las navidades del 2004, al ilustre Nietzsche . Ocurrió todo muy rápido.

La noche del día 23 de diciembre, a raíz de una fuerte tormenta eléctrica, se apagaron todas las luces del vecindario. Unas horas después, Iberdrola reanudaba el suministro. A las 23:45 se materializó una figura antropomorfa en el salón de casa, cerca del árbol.

Es difícil de explicar lo que vimos. Era como una silueta transparente que iba adquiriendo más y más consistencia. Como una medusa que se vuelve más opaca.

Al final vimos sentado en el sillón a un hombre de unos 50 años, con un negro bigote frondoso y el pelo despeinado. Su mirada era una mezcla de cansancio, escepticismo y docilidad. Empezó a decir alguna palabra en alemán, pero al comprobar que sólo hablábamos castellano e inglés, pasó a estos idiomas con soltura (eso sí, con un acento muy peculiar; arcaico diría).

Era nada menos que Nietzsche, el filósofo del martillo.

Puesto que estoy acostumbrado a este tipo de anomalías espacio-temporales, no le di demasiada importancia, y acompañé a Nietzsche hasta el sofá. Le proporcioné una manta y un vaso de leche con galletas, que se zampó de buen grado. Farfulló algo sobre la calidad de la luz solar en España y sobre el carácter enfermizo de la religión mediterránea, y luego se durmió.

Roncaba serenamente. De vez en cuando tatareaba en sueños alguna aria de Wagner. Estuve observándole durante media hora, y luego subí a acostarme.

La mañana siguiente nos encontramos a Nietzsche ya levantado, a las siete. Nos comunicó que había estado examinando nuestra modesta biblioteca, y que la mayoría de los títulos le resultaban desconocidos, y algunos, desconcertantes. Me preguntó qué significaba “Linux” y qué era la Informática. Para explicárselo mejor, le llevé al cuarto de ordenadores y le enseñé cómo funcionaba el PC.

Al ver Windows me comentó que le parecía algo sumamente décadent (“Apuntar imágenes, qué primitivo”), y me confesó que él prefería escribir. Le di la razón, y anoté mentalmente explicarle algunos pasos con Bash y Ksh.

La mañana transcurrió tranquila. Cuando terminamos de poner los últimos adornos al árbol, Nietzsche preguntó qué se iba a celebrar. Entre el pequeño Ricardito y él tuvo lugar la siguiente conversación:

– ¿Para qué sirve este árbol, herr Kinder?

– Para celebrar la Navidad.

– Oh, es una costumbre cristiana… trés décadent.

– Y Papá Noél nos traerá muchos regalos.

– Papá Noel ha muerto.

Después de esta frase Ricardito se puso a llorar como un poseso, y Nietzsche, visiblemente asustado, se sentó delante del piano. Estuvo tocando algún que otro Lied, cantando como un pato ronco. En todo caso, era soportable, y pudimos terminar de preparar el árbol. Lo cierto es que Nietzsche podía resultar muy pesado. Aunque, en general, cuando no le daban ataques filosóficos, su compañía era incluso interesante.

Nos pusimos a preparar la cena.

Nietzsche nos comentó que sólo comería un plato de patatas hervidas y un poco de estofado de ternera; regado, eso sí, por un vino tinto local de buena calidad. Para matar el tiempo, estuvo contándole a los críos alguna que otra historia de mitología griega, y lo hacía realmente bien. De vez en cuando gesticulaba para hacer más dramáticas las narraciones, y su mirada parecía entonces encenderse.

Comimos todos juntos. Al final, Nietzsche no mantuvo su promesa, y no sólo se comió tres platos de estofado, sino que también ahogó sus penas en el Rioja y se comió un panettone él solito. Dijo, con una pizca de vergüenza, que le encantaban los dulces, y en particular el chocolate. Vaya, pensé, bienvenido al club de los yonkis del cacao. El vino le puso particularmente alegre, y estuvo cantando horribles canciones en alemán durante un buen rato (como las que se cantan en las cervecerías).

Justificó sus acciones con una compleja argumentación que estaba relacionada con el Übermensch y la buena cocina del sur de Europa.

Total, que a las 23:00 estaba más lleno que un barril. Media hora más tarde estuvo toqueteando los regalos, y cuando vio que había uno para él, se puso muy contento. Lo abrazó hasta la medianoche, hora en la cual lo abrió raudo, destripando el papel y lanzando al aire la dedicatoria y el cordel.

Le regalamos un peine, una caja de bombones y un libro de Dilbert, que estuvo hojeando durante un rato. Le gustó tanto que preguntó, no sin entusiasmo, si era posible enviarle correspondencia a Dogbert, “ejemplo canino de SuperHombre”. Le indicamos la contraportada del volumen, y él anotó furiosamente los datos en una pequeña libreta.

Cansados por las celebraciones, nos retiramos todos a dormir. Me despedí de Nietzsche, que estaba acostado en el sofá, totalmente absorbido por la lectura de Dilbert.

La mañana siguiente, no lo encontramos por ningún lado. El sofá estaba vacío, y habían desaparecido sus regalos. En el aparador hallamos una pequeña notita de papel. Ponía lo siguiente:

Familia: he resuelto ir al Bosque Sagrado de California (Hollywood), templo del Nuevo Teatro y de la Catarsis. Tal vez, una vez llegado allí, pueda proseguir mis estudios sobre la Máscara y la tragedia de la era post-cristiana. Muchas gracias por vuestros regalos y atenciones, no os olvidaré nunca.</p> <p> Vuestro,</p> <p> Friedrich Nietzsche

Todavía nos preguntamos qué habrá sido de él.