Diálogo Filosófico XIII

– ¿Es esto realmente necesario, Maestro? – preguntó Kallistus, ansioso.

– Tú mismo te darás cuenta de ello. – contestó secamente Patágoras.

El anciano blandía una lanza de madera desprovista de la típica punta de bronce, de tal guisa que parecía una alta vara. Kallistus tenía otra, pero la sostenía con inseguridad y desgana, como si aquello no fuera realmente lo suyo. El anciano dio un paso adelante, y agarró el asta con dos manos, dejando que un extremo apuntara uno de los hombros del discípulo.

– Atácame, Kallistus – ordenó Patágoras.

Kallistus no sabía qué hacer. Nunca se le había ocurrido agredir a su maestro, y mucho menos que él se lo ordenara. Sin embargo, vio que la expresión de Patágoras era seria y concentrada, lo cual significaba que no estaba de broma. Al mismo tiempo, mientras Patágoras daba un paso más hacia delante y hacía ondular su pica, pensó que el viejo filósofo no podía representar amenaza alguna. Resolvió entonces complacerle y hacer como que le atacaba.

Pero Patágoras no le dio tiempo.

– Agh… – gimió Kallistus, en el suelo.

– Kallistus, cuando uso la forma imperativa de un verbo, es porque te estoy ordenando algo. – comentó Patágoras, con tono normal. Seguía en guardia, con el palo en diagonal entre las dos manos.

– Unnngh… – contestó el discípulo. Se masajeaba el brazo derecho, donde había recibido un golpe doloroso.

– Dime, ¿qué sientes ahora mismo? Explora tus sensaciones.

Kallistus miró a su maestro con la mayor expresión de extrañeza que fue capaz de plasmar. Se masajeaba el pequeño moratón que se había producido en su brazo.

– Dolor… y sorpresa. – contestó azorado.

– Levántate. Rápido. – dijo Patágoras, dando un paso atrás. Parecía haber perdido de repente treinta años de vejez.

Kallistus había sido entrenado desde pequeño en las artes de la lucha, y sabía manejar la jabalina y la espada con cierta soltura, pero no había agredido jamás a otra persona. Patágoras, por otro lado, había estado en algunas batallas, luchando en el ejército ateniense. Tal vez hubiera matado incluso a algún enemigo. De repente, el joven discípulo sintió miedo.

– Maestro, ¿qué te ocurre? – preguntó Kallistus, con voz temblorosa.

Patágoras se quedó callado mientras movió el palo en una serie de rápidos fendientes que Kallistus a duras penas pudo esquivar. Se percató de que estaba retrocediendo hacia el acantilado. Uno de los golpes de Patágoras acertó en el hombro derecho.

– ¡Maldición! – exclamó Kallistus, arrodillándose sobre el suelo polvoriento.

– Has experimentado sorpresa, Kallistus…- comentó el anciano filósofo, – pero la sorpresa conduce al miedo…

Patágoras tocó con la punta de la pica el hombro dolido de Kallistus, y éste gritó.

– El miedo te paraliza y te convierte en una piedra. ¡Reacciona! – gritó Patágoras.

Y Kallistus reaccionó. Sintió la rabia brotar dentro de él. Avanzó hacia su maestro blandiendo la lanza, y cortó el aire con golpes violentos e imprecisos. Entonces Patágoras se permitió una leve sonrisa, y comenzó a retrodecer, esquivando los mandobles del joven. Se podían oir los silbidos de la madera atravesando breves trayectorias en arco: parecían bufidos de una bestia cansada. La madera de las jabalinas resonaba en sonoros chasquidos cuando éstas se cruzaban.

– Y del miedo has llegado a la ira – observó Patágoras, sombrío. Kallistus parecía ignorarle: seguía corriendo hacia él agitando el arma.

Patágoras dejó entonces que su discípulo se acercara a menos de un paso, y le desarmó rápidamente golpeándole uno de los codos. Rotando su lanza, le hizo zancadilla, y Kallistus cayó de bruces al suelo. Exhausto, respiraba afanosamente, cansado por el estallido de furia.

Entonces el maestro lanzó la vara lejos de sí, y se acercó a Kallistus, que yacía todavia boca abajo, vencido.

– Debes perdonarme por esta lección tan extrema, Kallistus, pero era la forma más rápida y efectiva para hacerte entender algunas cosas sobre las emociones humanas.

Kallistus tosió y se incorporó en el suelo, sentándose.

– ¿Qué cosas, maestro? – preguntó, confuso.

– Que de la ignorancia puede nacer el miedo. Y de éste, la ira. Y que de ninguna de estas pasiones puede obtenerse provecho. – contestó Patágoras, sereno.

– Pero…

– Ah, y también quería comprobar si todavía se me da bien esto de usar el bastón. – añadió Patágoras con una sonrisita benigna en su rostro.