Diálogo Filosófico IX

Kallistus y Patágoras habían terminado desde hace unas horas su paseo matutino por la costa, y se encontraban en la biblioteca de la ciudad, examinando pergaminos y tablillas. Mientras leían algunos escritos de los primeros filósofos, se acercó a grandes zancadas el guardián de la biblioteca. Éste le dio a Kallistus una tablilla de pequeño tamaño. El guardián de la biblioteca se encogió de hombros al ser interrogado sobre la identidad del autor.

– Era un hombre vestido más o menos como vosotros – dijo.

Lo cual no era de gran ayuda. Todos los filósofos y aprendices de Samos vestían una toga y sandalias. Kallistus miró a su maestro, que seguía absorto en la lectura de un rollo de Epicuro. Luego le echó un vistazo a la tablilla, y por un momento se quedó de piedra, enmudeció, y la piel de su rostro se tornó rojiza. Patágoras levantó fugazmente la vista y se percató del rubor de su discípulo.

– ¿Qué te pasa, Kallistus? – preguntó.

– Alguien me ha enviado una tablilla – contestó el joven, azorado.

– ¿Y bien? ¿Qué hay de malo en ello?

Kallistus se volvió aún más rúbeo, y miró un punto fijo de la mesa, con rabia infantil. Entonces Patágoras comprendió.

– Aja. Una tablilla anónima con insultos, ¿no es así? – inquirió con serenidad.

– ¡”Estúpida sandalia”! ¡Me ha llamado “estúpida sandalia”! – gritó Kallistus al mismo tiempo que echaba la tablilla al suelo. Patágoras la miró con tristeza y recogió los trozos.

– Anda, cálmate, tranquilízate. – dijo el maestro con voz grave y paternal.

– ¿Quién será? Tengo ganas de empujarlo por el acantilado…

Patágoras recordó la habilidad de su discípulo al tirar lagartos, y se puso serio.

– Kallistus, no es más que un anónimo. Una persona sin nombre. Un don nadie. No le des importancia.

– ¿Por qué no? – preguntó Kallistus, más calmado.

– Para empezar, ¿por qué te enfadas?

– Pues… porque me ha insultado, es evidente.

– No es un motivo suficiente para enfadarse. ¿Te enfadas con una roca porque estuviera en el lugar en el que te hizo caer?

– Mmm…

– ¿Acaso le das latigazos como hizo el emperador Jerjes con el Ponto tempestuoso? La piedra no entiende nada de todo eso.

– No te sigo, maestro – dijo Kallistus, serenado.

Patágoras se mesó la barba con gestos armoniosos antes de proseguir.

– Cuando alguien nos insulta nos enfadamos por la opinión que tiene de nosotros. Nos enfadamos mucho cuando esa persona es conocida, porque su juicio es probablemente más exacto y menos sesgado. ¿Cómo te sentaría que yo te llamara, por ejemplo, “zoquete”?

– Muy mal, maestro. – contestó el discípulo con severidad.

– Pues bien, tomemos ahora al anónimo. Es un cobarde que ha elegido no dar la cara. Al no identificarse, tampoco merece que sus juicios sean analizados más allá de las letras que lo componen. Al no ser nadie el que comenta, el comentario en sí carece de valor. No te puede afectar.

Kallistus miró a su maestro a los ojos.

– Pero Patágoras… esta persona… es muy probable que la conozca. Esta isla es pequeña. ¿Por qué alguien querría decirme algo así?

– Tendrá sus motivos. En todo caso, no ha querido identificarse. Eso significa que pretende ponerte nervioso y hacerte pasar un mal momento sin ninguna razón aparente. Este tipo de acciones es nociva y ridícula, pero tiene poco peso si la ignoras. El insulto de un anónimo es como el viento: te mueve un poco el pelo, hace algo de ruido, y ahí se acaba el asunto.

Kallistus rumió las palabras de su maestro. Al cabo de un rato, cuando terminaron la lectura y salieron de la biblioteca, el discípulo le hizo una última pregunta a Patágoras.

– Maestro… si encuentro a esta persona… ¿podré lanzarle desde el acantilado? – preguntó el joven.

Patágoras sonrío con sorna.

– Sólo si lo haces con fines filosóficos.